Liberándose de esa paradójica obsesión del amor pasional

Ya he consumido drogas legales y bizarras.
Hice con el alcohol lo que no hubiese hecho sin él.
Lo mismo pasó con el amor apasionado, proclive a los cien días de locura amorosa. Sendero único para convivir o algo irremediable como fecundar un óvulo.
Para evitar la resaca traté de estar siempre borracho, drogado o enamorado. Salía del fondo con una novísima ilusión, un fogonazo de deseo para subir más allá de sus límites y caer en la abstinencia y el desamor sin poder sentir la exquisita manifestación de la sobriedad.
Con los años, la prudencia no alcanzó a hacerse en mí un sendero fértil para la vida. Arriba, impulsos para ir más arriba. Abajo, impulsos para acelerar la destrucción.
Un día, al borde un nuevo libro, pensé en cómo sería la vida simple, la vida sin delirios de amor.
Comprendí el valor de la paz. Lo que otra hora consideré una enfermedad de la vejez, se transformó en un anhelo de recuperar la calma, cuando siempre había buscado reivindicar la alegría perdida con otra exaltación más poderosa (aún.
Dejé de sentir angustia, pero no me fue fácil dejar a un lado los pensamientos erráticos hasta que logré escribirlos. Cambié el veloz ordenador por la pluma y el papel. Más lento, menos palabras, más calma. Dejé de dar largos discursos bobinados en los cassettes de la memoria automática que se reproducían sin variante alguna para repetir una y otra vez lo mismo.
Cansado de escucharme, callé. Harto de saber, no supe. Dejé de buscar, de tener ideas que me salvaran del arrepentimiento y de suplir un yerro con otro yerro.
Hice un molde de mi mismo y allí me quedé. Escribí sin trabajar, dejando de necesitar inspiraciones, las palabras se unían como en un acto de despedida.
Había dejado de decir pavadas y emprendí el corto trecho que me llevaba al final. Sin pretensiones. En paz.
Lo que hice en mi vida fue un desastre. Quise salvar y hundí. Quise dar una vida amable y confundí. Quise acariciar y herí. Abandoné, porque ya me había abandonado a mi mismo, cediendo con una fuerza que fui perdiendo a medida que el contenido de las arcas bajaba. Me sentí viejo y cansado. Cada cosa a su edad. No podía volar más alto que mis tacos en la medida en que mi estatura se iba reduciendo por el aplastamiento de mis vértebras.
Me llené de dolores, abulia. Entonces me fui. Era el último poder que me otorgaba. Me fui sin dar explicaciones porque ya las había dado todas.
Cuando al día siguiente de mi peregrinar desolado, un ángel desfasado, bajó para darme su apoyo y las primeras gotas de saliva para hidratar mi piel, le hice un guiño a mi amuleto de vidrios cosidos en forma de diminuta cartera colgante y escuché las palabras de mi bienhechora que me sorprendió su saber sobre qué me había pasado:”Aléjate de ese barro”, me pareció sabio…”ven a mi arena sólida” Lo tomé pero no le creí. Allí tomé la decisión de de que lo vivido y lo ofrecido eran trampas de distinta fuente. Era la única persona que dio su amor sin pedirme nada y todavía no le creo. Curarme del descreimiento me haría vivir feliz.
Vuelvo a la idea original. No sé. No sé nada, simplemente fui viviendo de distintas maneras, pero nunca acepté la soledad que yace bajo mi piel de otra manera que escapando de ella, vuelta a emborracharme, drogarme, enamorarme e intoxicarme con más palabras. Solo. Jamás había intentado ese camino aunque siempre pensé que lo estaba haciendo.


Esta es la historia y de aquí en más, harto de apoyarme en bastones ficticios. Harto de buscar descanso para mis huesos y mi alma, fuera de mi, hoy he aprendido que nada puede sostenerme ni hacerme descansar que mi propias palabras, aquellas palabras desnudas, que nunca quise pronunciar, porque me daba miedo descubrir la verdad.

Esa verdad que siempre supe, esa verdad que ni las drogas, ni el vino, ni el atontamiento de un amor esporádico, podían sellar.

Esta es la historia y de aquí en más.... necesito poner pasión entera solamente en el maravilloso acto de vivir.

(Desde
EEUU. Hugo Finkelstein)